No sé en donde estoy, está todo muy oscuro.
No sé como llegué hasta aquí, solo recuerdo que escuchaba las voces llamándome.
Las vi desprenderse de las rocas y bailar formando un círculo luminoso, como si fuesen luciérnagas, mientras cantaban como niños, riendo, mirándome.
Un olor de amapolas, embriaguez.
Había oído hablar de ellas, eran como el canto de las sirenas.
Nilgün las persiguió toda su vida, arrastrándome por tierras extrañas y desérticas, en la constante búsqueda de lo intangible.
Muchas veces me dijo que quería apoderarse de las voces, pero yo creo que anhelaba que estas se apoderasen de ella.
Un día la encontré en el jardín, su piel de confundía con la capa de nieve que cubría la hierba, tenía los ojos cerrados, cantaba. El perfume que desprendía su cuerpo me sumía en una especie de letargo.
Al acercarme, noté que estaba desvaneciéndose; unos segundos después desapareció, me quedé solo con el eco de su voz resonando en el aire.
Un resplandor, una caricia.
Al poco tiempo la volví a ver, estaba escondida dentro de una roca. Alcancé a divisarla por un agujerito del cual me percaté mientras buscaba un lugar en donde reposar.
Grité su nombre hasta que no pude emitir el menor sonido, pero no salió y no dijo ni una palabra.
Antes de esfumarse extendió su pequeño brazo y puso algo en mi mano, era una luciérnaga.
No hay cuerpos, no hay peso.
Nunca creí en las voces, no hasta ese entonces; fue cuando empecé a rastrearlas. Vagaba como loco por el mundo, haciendo huecos en las piedras, invocándolas a todo pulmón, buscándola.
Cánticos, risas.
Hoy, su pista me ha traído hasta aquí.
No sé en donde estoy, todo está oscuro.
Solo hay un agujerito por donde poco a poco se van colando las luciérnagas.
No sé como llegué hasta aquí, solo recuerdo que escuchaba las voces llamándome.
Las vi desprenderse de las rocas y bailar formando un círculo luminoso, como si fuesen luciérnagas, mientras cantaban como niños, riendo, mirándome.
Un olor de amapolas, embriaguez.
Había oído hablar de ellas, eran como el canto de las sirenas.
Nilgün las persiguió toda su vida, arrastrándome por tierras extrañas y desérticas, en la constante búsqueda de lo intangible.
Muchas veces me dijo que quería apoderarse de las voces, pero yo creo que anhelaba que estas se apoderasen de ella.
Un día la encontré en el jardín, su piel de confundía con la capa de nieve que cubría la hierba, tenía los ojos cerrados, cantaba. El perfume que desprendía su cuerpo me sumía en una especie de letargo.
Al acercarme, noté que estaba desvaneciéndose; unos segundos después desapareció, me quedé solo con el eco de su voz resonando en el aire.
Un resplandor, una caricia.
Al poco tiempo la volví a ver, estaba escondida dentro de una roca. Alcancé a divisarla por un agujerito del cual me percaté mientras buscaba un lugar en donde reposar.
Grité su nombre hasta que no pude emitir el menor sonido, pero no salió y no dijo ni una palabra.
Antes de esfumarse extendió su pequeño brazo y puso algo en mi mano, era una luciérnaga.
No hay cuerpos, no hay peso.
Nunca creí en las voces, no hasta ese entonces; fue cuando empecé a rastrearlas. Vagaba como loco por el mundo, haciendo huecos en las piedras, invocándolas a todo pulmón, buscándola.
Cánticos, risas.
Hoy, su pista me ha traído hasta aquí.
No sé en donde estoy, todo está oscuro.
Solo hay un agujerito por donde poco a poco se van colando las luciérnagas.

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